
Se honra la memoria, pero se ignoran las muertas: discurso y realidad chocan en la defensa de los derechos indígenas
El pasado 5 de septiembre, en la tribuna legislativa, la diputada Elisa Zepeda Lagunas destacó la importancia de las voces de las mujeres indígenas y afromexicanas para la democracia plena en México. Sin embargo, solo un día después, el encarcelamiento violento de dos mujeres indígenas y un menor en San Miguel Quetzaltepec, Oaxaca, evidenció la distancia entre las palabras y las acciones en la protección real de sus derechos.
Zepeda Lagunas, militante de Morena, reconoció avances normativos como el artículo 2º constitucional y el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Pero, tal como advierte la Relatora Especial de la ONU, Victoria Tauli-Corpuz, estos marcos legales son insuficientes si no se transforman las estructuras discriminatorias que relegan a las mujeres indígenas a una ciudadanía de segunda categoría.
Oaxaca sigue siendo uno de los estados con mayores índices de feminicidios y violencia contra las mujeres indígenas. Las niñas enfrentan barreras para concluir la educación básica; la violencia obstétrica persiste en hospitales de la sierra y la costa, documentada por la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW); y la tierra, fundamental para la supervivencia de estas comunidades, continúa bajo control mayoritario masculino.
Mientras se enaltecen los “logros” y la “resistencia” de las mujeres indígenas, el sistema reproduce la exclusión y la violencia política de género, que obliga a muchas a renunciar a sus cargos por amenazas o agresiones. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) señala que la participación política indígena femenina en México suele ser simbólica, limitada y sujeta a prácticas discriminatorias.
La diputada proclamó que el desafío es convertir el reconocimiento simbólico en acciones concretas. Sin embargo, esta transformación no ha ocurrido en décadas. Como señala la feminista mexicana Marcela Lagarde, la violencia contra las mujeres es “un crimen de Estado” cuando las instituciones son omisas o cómplices.
El feminismo comunitario lo explica con claridad: “el cuerpo de las mujeres es el primer territorio en disputa”. En Oaxaca, estos territorios siguen siendo violentados, y la criminalización de defensoras indígenas como Felipa y Lidia, encarceladas el 6 de septiembre, es solo una muestra más de esta realidad.
La diputada, ex titular de la Secretaría de la Mujer de Oaxaca, destacó el papel de las mujeres como motor comunitario y democrático, pero omitió referirse a la violencia política que enfrentan ni a la manipulación partidista que limita sus liderazgos auténticos.
No basta con discursos en fechas conmemorativas. La igualdad y justicia para las mujeres indígenas requieren compromisos reales y transformadores que garanticen acceso efectivo a salud, tierra, justicia y participación política libre de violencia y discriminación.
Como apunta la teórica feminista decolonial Yuderkys Espinosa Miñoso, el reconocimiento vacío perpetúa la colonialidad: se aplaude la resistencia, se celebra la cultura, pero se ignoran las muertas. La memoria sin justicia no es homenaje, es simulación.